Existe un espacio sagrado al que aprendimos a llamar hogar.
Las paredes donde habitamos nos dan la oportunidad de impregnarles personalidad
y un sentido de verdad propia que nos cobija, que nos proporciona paz y
tranquilidad, ese lugar al cual llegar y descansar de un sistema depredador que
está diseñado para que fracasemos, que está construido en su mayoría de
ilusión, de una realidad distorsionada que nos aleja de la esencia de vivir,
del sentido de la vida.
Cualquier día sales de tu espacio de comunión, de ese
espacio que te apoya en mantenerte centrado, para chocar de frente con un
sistema de creencias que ponen a tambalear las tuyas propias, las nuevas que
has adquirido en el proceso de evolucionar contra la corriente, porque esas
creencias fueron grabadas en tu subconsciente cuando comenzaste a dejar de ser puro,
inocente, verdadero, cuando fuiste corrompido, educado, adoctrinado por la
sociedad.
Se despiertan esas memorias y se crea una lucha interna que
revela ahora una mayor verdad: aquel espacio al cual volver y refugiarte de la
locura del mundo exterior, ese lugar al que llamas tu hogar, en realidad no es
tu hogar, no puede serlo, porque tu hogar debe ser cualquier sitio a donde
quiera que tú vayas, y eso solo es posible siendo tú el hogar. De ahí que nos
llamemos Templo.
El hogar eres tú mismo, lo suficientemente fortalecido para
no dejarte modificar por nada de lo que veas o escuches en tu entorno. El hogar
eres tú mismo eligiendo conscientemente que información procesar para que se
convierta en tu alimento. Tú eres el lugar de refugio, de paz que, sin
escatimar en esfuerzo, impone la Verdad sobre la ilusión.